jueves, 6 de enero de 2011

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Hoy siento vértigo. Hacía semanas que no tenía esta sensación tan íntima metida en los huesos. Otras veces me ha sacudido la misma emoción, solo que a ésta se le sumaban charquitos pequeños de angustia, de esa que tiene tacto de alfiler y suele ir acompañada de la gran sombra que alimenta el miedo. Era horrible: yo creía que me ahogaba y me abrazaba sola, y no pretendía ayuda de nadie porque me sentía así: conmigo y sin nadie. Aprendí a esperar y a tener paciencia, a respirar y a inventar música de mollera para no ahogarme, aunque en realidad, ahogarse de ansiedad es casi improbable según mi médico
Pero los motivos son distintos y también lo son los métodos. Las nubes se han vuelto lilas y suaves para intimidar el sol, que retraído se esconde rojo de la vergüenza. Me acuerdo de los campos y también de la ausencia de carreteras. Me entristece pensar en cómo la hierba se muere debajo del asfalto [maldita pestilencia gris que no tiene en cuenta a las liebres, ni a los pájaros, ni a los perros vagabundos que la atraviesan cada noche] y en el dinero que nunca gana la tierra, sino los hombres que siembran miseria.
Claro que cuando los campos de estos alrededores existían y la viña aun no había sido arrancada de cuajo, los más inocentes podíamos jugar en la calle sin temor a que un gilipollas pasara con su coche a demasiada velocidad. Pero ya da igual, los atropellos en este rincón de mundo no deberían preocuparme porque hoy en día ni siquiera hay niñxs en las calles que quieran jugar.