lunes, 7 de junio de 2010

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No tengo ganas. No sé porqué, pero ha llegado un punto en el que me cuesta. Quiero pensar que aquí dentro existe una depuradora regeneradora de recuerdos, de desvelos, de añoranzas.. Alguna mierda que transforme en menos mierda cualquier quebradura de mente. No solo las del corazón, sino las de cualquier vida monótona.
Por ejemplo, la de aquel que se siente desamparado entre las cuatro paredes que constituyen un hogar (ese fantástico sitio donde todo puede salir mal) y escucha a Serrat. Qué sé yo. Por ejemplo La tieta. Un hombre de más de medio siglo que entorpecido y abrumado por el paso de los días, de la letra y la melodía empieza a recordar como una película antigua [en sepia, alto contraste y motas de polvo] lo que en un día fue.
Hablo en todos los sentidos. Hablo des de la locura. Y se ve turbado en un rincón, ante los palcos, mirando a una muchacha de piel pálida y oscuros cabellos. Por un momento puede inventar una revolución salvaje en un baile de gala, ciento-ochenta grados de la mano de una desconocida. Pero el gallito pierde cualquier valor cuando sus ojos miel se entorpecen con su verde oliva. Hablo del pensamiento secreto, del pecado prohibido, del amor sin freno. Más o menos de ese tiempo en que empieza la pendiente de una montaña rusa, del vértigo que produce la felicidad re-concentrada en los estímulos [no solo del cuerpo, sino del alma] y en que se produce una contradicción entre lo efímero, lo salvaje y lo vertiginoso. El tiempo de descubrir el tacto, el olor, la risa. De percibir la melodía, la saliva, el color de las mejillas, el sudor, el clima, la sed, la sobrecarga de descargas electrosentimentalistas.
Resumiendo: el paso del tiempo siempre al ritmo atropellado de la velocidad descomedida. Y del dolor, de los trescientos sesenta grados de dolor que genera un recuerdo. He dicho trescientos? Más. Treintamil giros, porque el amor perdura en el tiempo incluso cuando la vida termina. Incluso así.